Capítulo
1. 2ª Parte.
El llanto de
Roberto llenó el auricular, Alberto se había dejado caer sobre la silla, como
si el peso de lo que estaba escuchando le hubiese empujado hacia atrás. No era
capaz de responder a su hijo.
—Papá ¿estás
ahí? Lo siento papá quería decírtelo cuando llegases a casa pero te retrasabas
y ya no aguantaba más. No sabia que hacer, lo siento papá, lo siento mucho…
Papá, la policía está tratando de localizarte, les he dado tu número de móvil.
No se si he hecho bien… Jo, papá ¿no le habrá pasado nada mamá? ¿Verdad?
Nuevamente
comenzó a llorar.
— No te
preocupes hijo, lo has hecho bien. Voy para allá, lo más rápido que pueda.
Tranquilízate, a mamá no le ha pasado nada.
No sabía porqué había dicho aquello, en
realidad no sabía que estaba pasando. Necesitaba creer que era así, necesitaba
creer que no le había ocurrido nada a Elisa, que todo era un error de la
policía.
—Ah una cosa
Roberto, no le digas nada a tus hermanos pequeños.
Bajó hasta el
parking de la empresa, se encontraba en el mismo edificio que las oficinas. De
manera mecánica subió al coche y salió lo más deprisa que pudo hacía su casa.
Conducía con la mente en otro lugar, en una par de ocasiones oyó la sonora
pitada de otros conductores, no respetaba ni una sola norma de circulación,
necesitaba llegar a su casa. Las imágenes de Elisa despidiéndose en el
aeropuerto pasaban por su cabeza a toda velocidad, la voz llorosa de su hijo no
dejaba de sonar en sus oídos y no supo como ni en que momento se escucho a si
mismo.
— Un error,
es un error, alguien se he equivocado.
Su boca y su
mente lo repetían constantemente.
El camino a
casa le pareció una carrera de
obstáculos. Se disponía a salir de su coche cuando notó la vibración de su
móvil en el bolsillo del pantalón. Era un número desconocido, pensó que seria
la policía tratando de localizarle y contestó.
— ¿Alberto?
No parecía la
policía. No sabia quien era la persona que
llamaba, ya iba a disculparse y colgar cuando algo le hizo cambiar de
idea.
—Soy Felipe, Felipe Castro, del alquiler de
coches del aeropuerto. Joer tío vaya suerte habéis tenido. Lo que es la vida,
hacía tiempo que no nos veíamos. Con la crisis tus jefes alquilan pocos coches.
Y justo nos vemos hoy.
Alberto
estaba perdiendo la paciencia, no sabía muy bien que pretendía aquel sujeto que
no paraba de hablar.
—Perdona
Felipe, necesito dejar esta línea libre. —Dijo Alberto intentando parecer lo más cordial posible.
—No quiero
molestarte. Mira verás, es que los de la televisión han pasado por aquí, yo les
he contado lo de tu mujer… Joer tío es que vaya suerte… Volverán más tarde a
hacerme unas preguntas. Solo quería preguntarte si te importa, oye, es que no
quiero meter la pata.
La voz de
Felipe sonaba sobreexcitada, nerviosa. Como si algo muy bueno le hubiese
ocurrido. Alberto no entendía que clase de persona se alegraba de los males
ajenos. ¿A que clase de suerte se refería? ¿Salir en Televisión? Aquel tipo no
estaba bien de la cabeza y su verborrea
empezaba a cabrearle. De nuevo le escuchó al otro lado del auricular.
—Cuando la vi
salir corriendo detrás de ti, pensé que había olvidado algo y que salía en tu
busca. Ya no presté más atención, pero al no presentarse en el avión y tener
facturado el equipaje, se armó una gorda. Ya sabes, el protocolo de seguridad.
Retuvieron el avión hasta localizar su equipaje. Parece que ese avión estaba gafado desde
antes de despegar.
Lo sabía,
sabía que era un error. Ahora entraría en casa y encontraría a Elisa.
— Felipe, si
no te importa debo entrar en mi casa, gracias — dijo Alberto intentando poner
fin a aquella ridícula conversación.
— Solo quería
decirte que me alegro mucho de lo de tu mujer y pedirte permiso para hablar con
los de la televisión.
Alberto ya no
aguantaba más a aquel tipo. Aquello era el colmo de la estupidez, lo que es
capaz de hacer la gente por un minuto de televisión.
—Mira Felipe,
eso es algo que debe decidir Elisa. Ya me pondré en contacto contigo. Hasta
otro rato.
Pulsó el
teclado del móvil dando por terminada de una vez aquella conversación. Felipe
era un oportunista, pero las noticias que le había dado eran buenas. Elisa no
había subido al avión. Ignoraba el motivo. Se había salvado del accidente. Pero
algo no encajaba. La policía había llamado, Elisa no. No solo no había llamado,
tampoco había aparecido por casa. O tal vez si, tal vez ella y los niños le
aguardaban detrás de la puerta para darle una sorpresa.
Subía las escaleras, de dos en dos, cuando la
puerta se abrió, su hijo Roberto, con la cara congestionada por las lágrimas,
se abrazó a él. Mientras le abrazaba, recorrió con la mirada la entrada y el
salón esperando encontrar a su mujer.
Elisa no estaba.
No tuvo valor para contarle a su hijo la
llamada de Felipe.
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