Capítulo 1. 3ª Parte.
Las horas
siguientes fueron una autentica locura. Familiares y amigos que se iban
enterando de la noticia del accidente del avión, llamaban o se presentaban en
casa. Alberto atendía las llamadas y las visitas lo más pacientemente posible.
No dijo nada de la llamada de Felipe. Esperó durante toda la tarde la llegada
de Elisa. Cuando fue evidente que no se
iba a producir tuvo claro que Felipe se había equivocado, su mujer estaba en
ese avión. Maldijo a Felipe, por haberle hecho creer que su mujer aún vivía, por
darle una falsa esperanza, por hacerle pensar que encontraría a Elisa en casa.
Se derrumbó, pero no quería que nadie lo supiera, en el fondo de su corazón aún
albergaba una pequeña esperanza. Necesitaba estar a solas. Pidió a los
familiares y amigos que fuesen a sus casas, allí no hacían nada y él necesitaba
tiempo para pensar y resolver.
Se asomó a la
habitación de sus hijos pequeños. Roberto había actuado como un perfecto
hermano mayor y a pesar del caos que había sido
la casa durante las últimas horas, había conseguido darles la cena y
acostarles. Cuando Alberto se asomó a la puerta de la habitación cada uno de
sus hijos permanecía en su cama leyendo, tranquilamente. Eran una costumbre que
Elisa les había inculcado desde muy pequeños. Cerró sus cuentos les arropó y
después de besarles, apagó la luz. La echaba de menos. Aquel había sido durante
mucho tiempo el mejor momento de día, cuando por fin los niños se dormían y la
casa quedaba tranquila. Entonces era cuando ellos se preparaban un vaso de leche
caliente y se sentaban en el sofá, uno al lado del otro, solo por el placer de
disfrutar de aquel momento intimo, cómplice. Elisa subía las piernas al sofá y
se acurrucaba sobre Alberto, le escuchaba, con absoluta veneración, relatar los
acontecimientos del día mientras soplaba la leche, siempre demasiado caliente
para su gusto. Alberto no conseguía recordar cuando dejaron de hacerlo, cuando
dejaron de acostar juntos a los niños para después tomarse un vaso de leche
caliente.
Entró en el
salón, Roberto intentaba poner un poco de orden. Le ayudó con un par de platos.
No se hablaban, los dos evitaban el tema. A Alberto le daba la impresión de que
su hijo lloraba en silencio, no levantaba los ojos del suelo y se movía de
forma nerviosa.
—Anda, hijo,
acuéstate. Es tarde, y ha sido un día complicado.
Roberto
levantó la mirada mientras negaba con la cabeza, sin pronunciar palabra.
—Despierto no
adelantas nada.
—No quiero
papá, es como abandonar a mamá.
Alberto
también lo pensaba, acostarse, dormir, era como abandonar a Elisa.
—De acuerdo,
me pido el sofá grande, tú el pequeño. Voy a por las mantas. Ah, mientras, busca donde anotaste el teléfono de
información que te dio la policía.
Salió
apresurado del salón, no quería dar tiempo a que su hijo le preguntase si tenía
intención de llamar de nuevo a la policía. Cogió unas mantas que había en el
arcón, a los pies de su cama, y volvió al salón. Roberto estaba medio tumbado en el sofá pequeño, tal
y como preveía, en seguida se quedaría dormido. Charlaron durante unos minutos
de temas sin importancia, evitaban hablar de Elisa y del accidente. Cuando los
silencios empezaron a ocupar más tiempo que las palabras, tapó a su hijo con la
manta, por fin dormía.
Tenía entre
sus dedos el papel donde estaba anotado el número de teléfono de la policía del
aeropuerto. ¿Por qué no habían vuelto a ponerse en contacto con él? Se fue
hacía la cocina, no quería que su hijo le oyese. Marcó y esperó a escuchar los
tonos de llamada, sudaba y tenía la sensación
de que el corazón iba a salirse de su sitio en cualquier momento,
le latía tan deprisa y con tanta fuerza que lo sentía dentro de su cabeza. Por
fin alguien contestó:
—Policía del
aeropuerto, dígame.
—Buenas
noches, mi nombre es Alberto Olmedo, esta tarde se pusieron ustedes en contacto
con mi hijo, por lo de accidente. Mi esposa Elisa Santos, al parecer viajaba en
es avión…
Dejó de
hablar, se dio cuenta de que había dicho, “al parecer”, de forma involuntaria.
La voz de la operadora le sacó de sus pensamientos.
—Oiga, oiga…
¿Ha dicho usted Elisa Santos? Le paso con mi superior, no se retire.
Sin esperar contestación le puso la melodía de
espera, que a Alberto le pareció muy poco oportuna, “Para Elisa”, de Richard
Clayderman. Cuando la melodía amenazaba con la tercera repetición, alguien se
puso al aparato.
—Buenas noches —la voz
parecía cansada—, me dice mi compañera que es usted familiar de Elisa Santos
—Si, así es, soy su marido.
Esta tarde se pusieron ustedes en contacto con mi hijo. Mi esposa, Elisa Santos
viajaba en el avión.
Por lo menos en esta ocasión
no había dicho, “parece”.
—Discúlpenos, llamamos por
error a su casa. En un principio su esposa aparecía en las lista de pasajeros.
Pero después al hacer las comprobaciones, se pudo ver que, aunque facturó el
equipaje, no subió al avión. De hecho en embarque, nos han confirmado que
retuvieron al resto de los viajeros hasta localizar el equipaje de su esposa,
ya sabe, protocolo de seguridad.
Alberto iba a decirle que
había un error, que su esposa estaba en ese avión, ¿dónde sino?
—Gracias, — consiguió
articular Alberto. Y colgó el teléfono.
Entonces se le ocurrió, como
no lo había pensado antes. Marcó el número del teléfono móvil de Elisa. Oyó los
tonos de marcación y por fin el sonido al descolgar. No esperó a oír la voz de
su mujer, comenzó a gritar de forma desesperada.
— ¿Elisa? ¿Elisa? ¿Dónde
estás?
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