miércoles, 4 de diciembre de 2013


Capítulo 1. 3ª Parte.

 

 

Las horas siguientes fueron una autentica locura. Familiares y amigos que se iban enterando de la noticia del accidente del avión, llamaban o se presentaban en casa. Alberto atendía las llamadas y las visitas lo más pacientemente posible. No dijo nada de la llamada de Felipe. Esperó durante toda la tarde la llegada de Elisa. Cuando  fue evidente que no se iba a producir tuvo claro que Felipe se había equivocado, su mujer estaba en ese avión. Maldijo a Felipe, por haberle hecho creer que su mujer aún vivía, por darle una falsa esperanza, por hacerle pensar que encontraría a Elisa en casa. Se derrumbó, pero no quería que nadie lo supiera, en el fondo de su corazón aún albergaba una pequeña esperanza. Necesitaba estar a solas. Pidió a los familiares y amigos que fuesen a sus casas, allí no hacían nada y él necesitaba tiempo para pensar y resolver.

Se asomó a la habitación de sus hijos pequeños. Roberto había actuado como un perfecto hermano mayor y a pesar del caos que había sido  la casa durante las últimas horas, había conseguido darles la cena y acostarles. Cuando Alberto se asomó a la puerta de la habitación cada uno de sus hijos permanecía en su cama leyendo, tranquilamente. Eran una costumbre que Elisa les había inculcado desde muy pequeños. Cerró sus cuentos les arropó y después de besarles, apagó la luz. La echaba de menos. Aquel había sido durante mucho tiempo el mejor momento de día, cuando por fin los niños se dormían y la casa quedaba tranquila. Entonces era cuando ellos se preparaban un vaso de leche caliente y se sentaban en el sofá, uno al lado del otro, solo por el placer de disfrutar de aquel momento intimo, cómplice. Elisa subía las piernas al sofá y se acurrucaba sobre Alberto, le escuchaba, con absoluta veneración, relatar los acontecimientos del día mientras soplaba la leche, siempre demasiado caliente para su gusto. Alberto no conseguía recordar cuando dejaron de hacerlo, cuando dejaron de acostar juntos a los niños para después tomarse un vaso de leche caliente.

Entró en el salón, Roberto intentaba poner un poco de orden. Le ayudó con un par de platos. No se hablaban, los dos evitaban el tema. A Alberto le daba la impresión de que su hijo lloraba en silencio, no levantaba los ojos del suelo y se movía de forma nerviosa.

—Anda, hijo, acuéstate. Es tarde, y ha sido un día complicado.

Roberto levantó la mirada mientras negaba con la cabeza, sin pronunciar palabra.

—Despierto no adelantas nada.

—No quiero papá, es como abandonar a mamá.

Alberto también lo pensaba, acostarse, dormir, era como abandonar a Elisa.

—De acuerdo, me pido el sofá grande, tú el pequeño. Voy a por las mantas. Ah, mientras,  busca donde anotaste el teléfono de información que te dio la policía.

Salió apresurado del salón, no quería dar tiempo a que su hijo le preguntase si tenía intención de llamar de nuevo a la policía. Cogió unas mantas que había en el arcón, a los pies de su cama, y volvió al salón. Roberto  estaba medio tumbado en el sofá pequeño, tal y como preveía, en seguida se quedaría dormido. Charlaron durante unos minutos de temas sin importancia, evitaban hablar de Elisa y del accidente. Cuando los silencios empezaron a ocupar más tiempo que las palabras, tapó a su hijo con la manta, por fin dormía.

Tenía entre sus dedos el papel donde estaba anotado el número de teléfono de la policía del aeropuerto. ¿Por qué no habían vuelto a ponerse en contacto con él? Se fue hacía la cocina, no quería que su hijo le oyese. Marcó y esperó a escuchar los tonos de llamada,  sudaba y tenía la sensación de que el corazón  iba  a salirse de su sitio en cualquier momento, le latía tan deprisa y con tanta fuerza que lo sentía dentro de su cabeza. Por fin alguien contestó:

—Policía del aeropuerto, dígame.

—Buenas noches, mi nombre es Alberto Olmedo, esta tarde se pusieron ustedes en contacto con mi hijo, por lo de accidente. Mi esposa Elisa Santos, al parecer viajaba en es avión…

Dejó de hablar, se dio cuenta de que había dicho, “al parecer”, de forma involuntaria. La voz de la operadora le sacó de sus pensamientos.

—Oiga, oiga… ¿Ha dicho usted Elisa Santos? Le paso con mi superior, no se retire.

 Sin esperar contestación le puso la melodía de espera, que a Alberto le pareció muy poco oportuna, “Para Elisa”, de Richard Clayderman. Cuando la melodía amenazaba con la tercera repetición, alguien se puso al aparato.

—Buenas noches —la voz parecía cansada—, me dice mi compañera que es usted familiar de Elisa Santos

—Si, así es, soy su marido. Esta tarde se pusieron ustedes en contacto con mi hijo. Mi esposa, Elisa Santos viajaba en el avión.

Por lo menos en esta ocasión no había dicho, “parece”.

—Discúlpenos, llamamos por error a su casa. En un principio su esposa aparecía en las lista de pasajeros. Pero después al hacer las comprobaciones, se pudo ver que, aunque facturó el equipaje, no subió al avión. De hecho en embarque, nos han confirmado que retuvieron al resto de los viajeros hasta localizar el equipaje de su esposa, ya sabe, protocolo de seguridad.

Alberto iba a decirle que había un error, que su esposa estaba en ese avión, ¿dónde sino?

—Gracias, — consiguió articular Alberto. Y colgó el teléfono.

Entonces se le ocurrió, como no lo había pensado antes. Marcó el número del teléfono móvil de Elisa. Oyó los tonos de marcación y por fin el sonido al descolgar. No esperó a oír la voz de su mujer, comenzó a gritar de forma desesperada.

— ¿Elisa? ¿Elisa? ¿Dónde estás?
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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