Unas cuantas velas colocadas sobre
unos altos candelabros daban algo de luz a la estancia. Entrar allí era dejarse
llevar por el instinto. El aire estaba enrarecido, la temperatura de la
estancia era tres o cuatro grados más elevada que la del resto del local. Olía
a sexo. La música de fondo eran los jadeos de los que disfrutaban del anonimato
que la oscuridad proporciona. No pude evitar retroceder, quería avanzar pero no
podía. Mi cabeza quería una cosa, mis
pies hacían otra. Al buscar la salida me topé a mis espaldas con alguien que
intentaba acariciarme. Con una mano buscaba insistentemente mi sexo, mientras
con la otra intentaba alcanzar mi pecho. Me aparté bruscamente. Víctor tenía
razón, mi aspecto era un verdadero reclamo. Notaba las miradas de deseo pegadas
a mi piel.
— Creo que aun no
estás preparada para el cuarto oscuro —susurró irónico a mi oído
— A si, ¿eso crees?—.
Quería que mi voz sonase desafiante,
lujuriosa.
Acerqué mi boca a su oído, para que sintiese
mi aliento mientras introducía mi mano por debajo de la toalla que llevaba
alrededor de la cintura.
— ¿Quieres jugar? —
Dijo— Pues entonces, juguemos.
Desapareció por unos minutos, dejándome sola, nerviosa. No sabía
que pretendía. Yo buscaba a un lado y a otro hasta que sentí como colocaban una
suave tela sobre mis ojos y la ataban sobre mi nuca.
— Ahora estás en mis manos. Déjate llevar.
Su voz sonaba rara. Distinta.
Me besó largamente en la boca, su lengua experta recorrió
cada pequeño rincón. Mientras lo hacía iba girando mi cuerpo sujetando las
manos a mi espalda. Noté como ataba mis
muñecas. El nudo era suave, con un leve movimiento habría quedado liberada,
pero no quería. Aunque me inquietaba estar privada de visión e inmovilizada, me deje hacer. Me deje llevar.
Manos y lenguas recorrían mi cuerpo, amasaban
mis pechos, profanaban mi sexo. Me veía obligada a separar los muslos, a doblar
mi cuerpo unas veces con suaves caricias, otras, con fuertes embestidas. ¿Cuál
de todas aquellas manos eran las de mi amante? Realmente no me importaba,
disfrutaba de cada caricia de cada embestida por igual, fuese quien fuese el
propietario.
De pronto todo se paró. Deje de sentir
caricias y embestidas. Noté como dejaban libres mis muñecas y como apartaban la
venda de mi rostro.
Cuando mis ojos se acostumbraron de
nuevo a la escasa luz, nadie me miraba, nadie advertía mi presencia. Ya no notaba
sus miradas pegadas a mi piel. Cada grupo, cada pareja estaba a lo suyo.
Tampoco veía a mi amante, le buscaba con la mirada por toda la estancia, hasta que
oí su voz detrás de mí.
Tenía una copa en la mano.
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